No sé si sólo me ocurre a mí pero
a veces siento que en la vida hay demasiadas despedidas, más de las que en
verdad quisiera. Y sin más te encuentras en la sala de un aeropuerto o en la
puerta de tu casa diciendo adiós a alguien que quieres y no puedes evitar que
el corazón se arrugue y que una parte de ti se revele ante esta experiencia.
Tanta es la rebeldía de tu corazón que comienzas a imaginar que pasaría si no te fueras, o si
esa persona no se fuese. Pero no pasa mucho tiempo sin que te des cuenta que,
la mayoría de las veces, así es como debe ser, y que este adiós traerá más
cosas buenas que malas y que la despedida, aunque duele,
también representa la posibilidad de ser libres y de crecer.
Después de todo así es la vida.
Nos apreciamos más cuando estamos lejos. Por el contrario, cuando vivimos cerca,
muchas veces no valoramos la presencia del otro, no apartamos el tiempo
suficiente para compartir con esa persona, no decimos lo mucho que le amamos o le
extrañamos cuando no está.
Curiosamente la distancia parece hacernos valorar más aquello que no podemos tener cerca. Y cuando estas allí esperando por el reencuentro, la sala del aeropuerto luce diferente, se ve como más iluminada, y sólo imaginas el rostro de esa persona llegando y diciendo hola. Es allí cuando te das cuenta que en verdad existen tantas bienvenidas como despedidas y que lo que es común en ambas es el caudal de emociones que fluye por tu ser y te recuerdan que estas vivo y que eres capaz de amar y de extrañar.
Y luego, cuando está persona está
cerca, queremos aprovechar cada instante y alargar los minutos para que no
terminen. Pero por más que lo intentemos el final es predecible, siempre
terminaremos en la sala del aeropuerto o en la puerta de la casa diciendo un adiós
que rápidamente, y para apaciguar el dolor, se transforma en un
hasta pronto.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario